En el tiempo que he estado leyendo sobre ti, he intentado imaginar cómo era tu vida diaria: qué comías, dónde leías, dónde comprabas lo que necesitabas... Aunque en cuatrocientos años han cambiado poco las cosas que hacemos, lo que sí ha cambiado es el modo en que las hacemos. Para que te imagines las diferencias, hoy te quiero platicar acerca del lugar donde vivo.
Como la tuya, mi casa tiene un piso y un techo, paredes, puertas y ventanas. Pero a diferencia de tu bellísima villa en Arcetri, yo vivo en un departamento. Es decir que mi casa es una de nueve viviendas que están pegadas lado a lado y amontonadas una encima de otra hasta llegar a tres pisos. Te puede sonar dramático, pero en realidad soy afortunada. Ya somos tantos, que vivimos pegados como abejas en un panal.
Los muebles en mi departamento no son muy distintos de los que debiste tener tú. Tengo mesas y sillas, cama y armarios, y muchas, muchas repisas. Y aquí empiezan las diferencias importantes. Aunque en tus tiempos había agua corriente, no todos la tenían. En mi casa hay tubos de agua que llegan al baño y a la cocina, y basta con que abra una llave para que pueda usar este precioso líquido. También entra a la cocina un tubo que lleva gas, con el cual caliento el agua para bañarme (lujo indescriptible) y puedo cocinar. Esto último sí que es una maravilla, pues puedo controlar la flama debajo de las ollas o la temperatura adentro del horno y así hacer platillos muy elaborados.
Guardo la comida en un refrigerador, que es una especie de armario que tiene pegada una máquina que produce un frío constante en su interior. De este modo los alimentos se conservan en buen estado por muchos días, y sólo tengo que ir al mercado una vez a la semana. Para leer me siento en un sillón que será parecido a los tuyos, pero la luz que uso viene de focos, que no parpadean ni se desgastan como las lámparas de aceite o las velas que tú conociste. Y mientras yo leo, automáticamente se lava mi ropa en otra máquina que llena una tina con agua, luego la agita, exprime, enjuaga y vuelve a exprimir.
Todos estos aparatos sirven porque tenemos una excelente fuente de energía llamada electricidad. Seguramente ya conoces algo de este fenómeno, pues es lo que hace que se te pare el cabello cuando intentas peinarlo en los días fríos y secos. Se debe al movimiento de los electrones, unos corpúsculos mucho más pequeños que los átomos. Nuestros focos son poco más que un alambre adentro de un recipiente de vidrio sellado. Cuando corre por él una corriente de electrones, el alambre se caliente y emite luz.
La lavadora tienen un motor relativamente sencillo que aprovecha el hecho de que una corriente eléctrica genera un campo magnético. Como tú sabes, en los imanes o magnetos los polos iguales se repelen. Pues este motor transforma esa repulsión en el movimiento que necesita para mover la tina con el agua. El refrigerador tiene un motor similar, pero en este caso utiliza su energía para condensar un gas que luego, al volverse a evaporar, produce el frío que necesitamos.
Dejo para otro día contarte sobre las demás máquinas que hay en mi casa, con las cuales puedo escuchar música aunque no haya músicos ni instrumentos aquí, platicar con mis amigos que se encuentran a muchos kilómetros de distancia y ¡escribirte!
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