Al iniciar noviembre muchos mexicanos celebran a sus muertos siguiendo las tradiciones heredadas de aquellas culturas que existían aquí antes de que llegaran los españoles. Aunque los rituales (que supongo que tú llamarías paganos) varían de región en región, la idea general es que cuando alguien muere su alma no se va del todo, y una vez al año regresan a visitarnos: los niños el 1º y los adultos el 2 de noviembre.
Dice la tradición que para que las almas encuentren el camino de regreso es necesario iluminar su “pista de aterrizaje” con velas y marcar la ruta con veredas de pétalos de unas flores anaranjadas llamadas cempasúchil. Se hace un altar que lleva por lo menos estas velas y flores, agua (pues llegan con mucha sed de su largo viaje) y la comida preferida del difunto. Además, especialmente para estos días se hacen calaveras (cráneos, en realidad) de azúcar y un delicioso pan de muertos (que se prepara con agua de azar y lleva huesos de la misma masa encima). Afortunadamente estos dulces no son sólo para los que nos visitan del más allá. La celebración, que empieza muchos días antes con todas estas preparaciones, termina con una visita al panteón donde se barren y lavan las tumbas para luego decorarlas con flores.
A pesar de sus peculiaridades, estos rituales en realidad no son tan distintos de lo que se hace en otros lugares, o se hacía en otros tiempos. Sirven para separar un lugar y un momento en que recordamos a nuestros antepasados. Este lugar, en tu caso, no fue fácil de encontrar. Aunque tu testamento decía que querías estar en la Santa Croce, parece ser que el Papa Urbano VIII seguía molesto (¿o preocupado por la opinión pública?) y no permitió que se cumpliera tu voluntad. Tal fue el miedo de los florentinos a la rabia de este poderoso hombre, que te sepuntaron discretamente en una pequeña capilla y ni siquiera te hicieron un funeral público.
Fue Vincenzio Viviani, estudiante y amigo que te acompañó en los últimos años, quien se encargó llevar tus restos mortales al lugar donde ahora descansan. No logró esto en vida, pero heredó su responsabilidad a sus descendientes y en 1737, cuando las condiciones políticas lo permitieron, se colocó en la Santa Croce el monumento que tantos visitan.
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