De entrada, supongo que te resulta extraño que diga galaxias, así en plural, pues tú sólo conociste una. Lo que se sabía en 1609 era que en el cielo había un manchón blanco, que los griegos llamaron Vía Láctea pues parecía un camino de leche. Cuando tu la miraste con tu telescopio en 1610 encontraste que no era una mancha o nube, sino una colección de muchísimas estrellas muy pegadas. Así, este objeto celeste pasó de ser un viejo conocido a ser una pregunta abierta.
Desde entonces, muchos astrónomos miraron a la Vía Láctea tratando de averiguar más sobre ella. Conforme los telescopios se volvieron más poderosos y las preguntas más claras, la fuimos entendiendo mejor. Hacia finales del siglo XVIII, el astrónomo inglés William Herschel se dedicó a medir la distribución de las estrellas para así saber qué forma tiene realmente el universo. No sólo encontró que es bien diferente de la esfera que propuso Aristóteles, sino que además, a partir de sus mediciones, pudo declarar que nuestro Sol no está en el centro de todo.
Al igual que tú en 1610, en su tiempo Herschel tenía el telescopio más poderoso de todo el planeta. Con él observó también esas nubecillas que se ven en el cielo y encontró que las hay de dos tipos. Unas son bolas de gas y las llamó nebulosas planetarias porque sus formas y colores son semejantes a los de los planetas. Las otras nubecillas, en cambio, son conjuntos de muchas estrellas. Estos objetos celestes se consideraron parte de nuestra galaxia hasta el siglo XX, cuando pudimos determinar que se encuentran a distancias enormes. Entonces tuvimos que admitir que existen otras “vías lácteas”, es decir otras galaxias.
La galaxia más cercana a nosotros es Andrómeda y hoy conocemos muchísimas más, de diferentes formas y tamaños.
Así pues, en los últimos 400 años hemos pasado de pensar que la Tierra está en el centro de un universo esférico a entender que nuestra estrella es una de tantas dentro de una de tantas galaxias desperdigadas por el espacio.
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