En el siglo XIX fueron muy comunes las expediciones para observar eclipses de Sol. Sin importar en qué parte del planeta fueran visibles, grupos de hombres (y a veces también mujeres), equipados con una variedad de aparatosos instrumentos, se desplazaban en los azarozos medios de transporte de entonces para poder presenciar este importante fenómeno.
La medición del instante de contacto entre la Luna y el Sol servía para precisar la órbita de la Luna y con esto entender mejor el Sistema Solar. Esto se lograba mediante un complicado trabajo en equipo que no dejaba mucho tiempo para observar otras cosas.
Sin embargo, durante el eclipse de 1842 que se pudo observar en Europa central, el británico Francis Baily dedicó su atención a la corona, y a las curiosas perlas de luz observables justo antes o después de la totalidad. A partir de ese momento, la corona se volvió otro tema de interés durante los eclipses. Los estudiosos de la corona esperaban ansiosos a que los dos astros más grandes en el cielo se volvieran a unir para poder seguir aprendiendo sobre esta atmósfera tan especial del Sol.
En 1930 las expediciones para observar eclipses totales de Sol se volvieron innecesarias cuando el francés Bernard Lyot inventó el coronógrafo. Este sencillo dispositivo consiste, más o menos como en el dicho, en tapar al Sol con un dedo. Se inserta un disco opaco en el sistema óptico del telescopio de tal modo que el Sol queda tapado y se puede observar la corona.
Gracias a este ingenioso invento se pudo avanzar a pasos agigantados en la comprensión de la corona. Tristemente las maravillosas expediciones se volvieron obsoletas.
El reloj de Newton : caos en el sistema solar
Hace 3 días
1 comentario:
Está muy bonito su blog doctora
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